Jans Cavero
Durante el estallido de las protestas sociales para sacar a Merino de la Presidencia de la República, se oyeron voces murmurando de que el golpe de Estado blanco no se hubiera dado si el Tribunal Constitucional hubiera resuelto oportunamente la demanda competencial interpuesto por el gobierno de Vizcarra. Por lo tanto, según esta línea argumental o interpretativa, el alto tribunal sería corresponsable de la crisis política que nuestro país viene experimentando.
Craso error. Mucha gente – letrada e iletrada – cree que porque el Tribunal Constitucional es el guardián de la Constitución Política puede hacerlo todo. Como bien apuntó el magistrado Eloy Espinoza, el TC no puede poner o sacar al Presidente de la República, con lo cual el argumento de una eventual reposición de Vizcarra al cargo de Jefe de Estado no tiene un fundamento convincente, pues si eso haría el tribunal, o si eso se lo permitimos, se consumaría un peligro: “El gobierno de los jueces”.
El TC tampoco es titular de la soberanía popular, ni mucho menos es un legislador negativo. Por lo tanto, sus potestades deben ajustarse a la delimitación prevista por la Constitución y por su Ley Orgánica. Sobre si el Tribunal Constitucional puede o no controlar los actos o actuaciones del Parlamento, la respuesta depende del tipo de acto frente al que nos encontremos. Sobre los “interna corporis acta” no cabe control alguno ni de jueces ordinarios ni de magistrados constitucionales; empero, tratándose de actos como aquellos que se ventilan en la Comisión de Ética, en la Comisión de Fiscalización, en alguna comisión investigadora, podría caber control jurisdiccional.
Algunos analistas políticos y miembros de comunidades epistémicas postulan erróneamente que la política se puede juridificar. Ni la política se puede juridificar, ni la justicia se puede politizar. Ambos extremos son contraproducentes en un Estado democrático. Ciertamente, en ocasiones, el límite entre la política y lo jurídico no resulta del todo claro, siendo importante generar espacios de deliberación pública, con el propósito de abordar estos escenarios confusos, borrosos y dificilmente claros.
A la luz de lo expuesto, cabe indicar que el TC también se equivoca y mucho. La elección o destitución de la Mesa Directiva del Congreso; una censura ministerial; un voto de no confianza a un gabinete, el levantamiento de inmunidad, la declaratoria de vacancia de un jefe de Estado, son actos irrevisables por el alto tribunal o por el Poder Judicial. Pero el TC ya lo ha hecho y se ha pronunciado irrazonablemente sobre actos políticos, sin que nadie haya acotado las extralimitaciones en sus atribuciones.
Y entonces ¿qué se hace ante un Parlamento arbitrario o antijurídico?, ¿quién controla al Congreso ante la emisión de actos políticos que contravienen la Constitución o la ley?
Al respecto, hay 2 mecanismos: el autocontrol a cargo del propio Congreso, el cual forzado por las movilizaciones y presión popular puede cambiar el sentido de sus decisiones, declarando nulo sus propios actos; y el control ciudadano a través de las ánforas, castigando a los partidos políticos en las siguientes elecciones. En otras experiencias comparadas están, además, la revocatoria parlamentaria y la renovación por tercio o mitades. Por cierto, cuando un acto político afecta derechos fundamentales o libertades públicas, la tendencia moderna apunta a un control jurisdiccional.
Sobre la demanda competencial interpuesta por el Ejecutivo, personalmente no espero mucho. Pienso que el TC va a ensayar un concepto constitucional de lo que significa el término “incapacidad moral permanente” y establecer en abstracto los parámetros de esta causal de vacancia presidencial. Si el tribunal recurre a una interpretación histórica llegará a la conclusión de que el incapaz moral permanente no es quién miente por vocación, o el que tiene cuentas pendientes con la justicia por delitos comunes o contra la administración pública, o a quien se atribuye una conducta moral reprobable. El incapaz moral permanente es aquél que ha perdido la conciencia o sus facultades mentales de modo irreversible.
Siendo así, dudo que el TC declare nulo la declaratoria de vacancia que permitió la juramentación de Merino, ordenando reponer las cosas al estado anterior a la vulneración de la Constitución Política. Es más, nunca debió admitir la demanda competencial, porque el propósito de este proceso es dirimir un eventual conflicto de competencias entre dos entidades que se asumen competentes para ejercer una o más funciones. En suma, el conflicto se produce cuando alguno de los poderes o entidades estatales adopta decisiones o rehúye deliberadamente actuaciones, afectando competencias o atribuciones que la Constitución y las leyes orgánicas confieren a otro.
Como colofón diría que en esta crisis política y de permanente enfrentamiento entre dos poderes del Estado, el Tribunal Constitucional no tiene responsabilidad funcional. Sin embargo, es necesario que el Congreso se abstenga de elegir a los nuevos magistrados, pues la incompetencia del comité de selección puede conducirnos o a elegir magistrados también incompetentes, o a designar jueces constitucionales a la medida, habida cuenta del prontuariado que decenas de congresistas tienen con la justicia y que pueden rehuir de ella, por ahora, merced a la inmunidad parlamentaria que ostentan.