Jans Cavero
El debate sobre la inmunidad parlamentaria se ha polarizado. Para los congresistas, la inmunidad se ha eliminado, cumpliéndose con los compromisos asumidos en campaña electoral y con la necesidad de continuar la reforma política que requiere el país. Para otros, incluido el Gobierno, la inmunidad no se ha eliminado, siendo responsable el Congreso por mantener esta prerrogativa como un mecanismo de impunidad.
Personalmente, considero que la expresión “No son responsables ante autoridad ni órgano jurisdiccional alguno por las acciones legislativas, de representación, de fiscalización, de control político u otras inherentes a la labor parlamentaria, que realicen en el ejercicio de sus funciones” es una protección especial cuyo blindaje podría ser más generoso que la propia inmunidad parlamentaria. En efecto, con la redacción vigente del artículo 93 hay espacio, aunque muy marginal, para tramitar el suplicatorio, en tanto que la reforma propuesta eliminaría cualquier debate sobre el levantamiento del velo.
Los Parlamentos del mundo, dependiendo de sus sistemas constitucionales, tienen a groso modo 4 prerrogativas: el privilegio del fuero, la inviolabilidad de opinión, la inmunidad parlamentaria, el antejuicio político. Se trata de privilegios institucionales que corresponden a la entidad para garantizar la libertad e independencia del trabajo parlamentario. Por lo tanto, cuando un congresista pide que se levante su inmunidad está pidiendo un imposible porque no puede levantársele algo que no le pertenece.
En un Estado parlamentario o presidencial, republicano o monárquico, unitario o federal, con un alto desarrollo institucional y fuertes valores democráticos, sería impensable despojar a su representación política de prerrogativas necesarias para su buen funcionamiento. Sin embargo, estamos en el Perú, y debido a la desnaturalización de la inmunidad a cargo de bancadas y partidos tradicionales ha calado hondo su proscripción, aunque lo mejor sería devolverle el sentido de su real fundamento.
A mi juicio, el triste papel del Congreso mostrado en el último Pleno de la legislatura anterior se explica por un enfrentamiento, carente de estrategia y táctica política, con el Ejecutivo, y por una ausencia de planificación del trabajo en comisiones que impide abordar de manera integral y completa la reforma política. Las modificaciones constitucionales aisladas y fragmentadas hacen perder una visión de conjunto. Así, una eventual reforma política no debe versar sobre la inmunidad o el antejuicio, sino sobre las prerrogativas o privilegios institucionales de los altos funcionarios del Estado.
La incorporación de temas no discutidos en comisión, o que no forman parte del dictamen primigenio, ¿debería alarmarnos? Quizá, pero no en la magnitud que se le pretende dar. ¿Pero renunciaron 12 constitucionalistas del comité consultivo? Sí, pero no precisamente porque estén convencidos de que el Pleno obró inconstitucionalmente, sino porque no admiten, para la reputación académica que consideran tener, que el tema del antejuicio se haya incorporado en el dictamen de manera inconsulta.
Quienes alguna vez hemos trasuntado por los Pasos Perdidos sabemos que el propio Reglamento del Congreso permite la dispensa de estudio en comisiones de proyectos de ley si así lo acuerda la Junta de Portavoces. Ahora bien, ¿la inmutabilidad de los dictámenes congresales es un principio constitucional?, ¿acaso la práctica parlamentaria no permite que en el Pleno se presenten cuantos textos sustitutorios sean necesarios?, ¿para qué sirven los cuarto intermedios?, ¿por qué nadie se alarma cuando en el debate del Pleno sobre el presupuesto público, Ejecutivo y Congreso incorporan en el dictamen un sin número de disposiciones que poco o nada tienen que ver con materia presupuestal o de gasto público?
La propia presidenta del Tribunal Constitucional ha señalado que temas sustanciales de la reforma política no pueden deliberarse en poco tiempo. Pero, ¿cuánto es el tiempo razonable o prudente? Según el Reglamento del Congreso las iniciativas legislativas deben dictaminarse en 30 días útiles. ¿El plazo de 30 días es suficiente? Soy consciente de que una deliberación pública más profunda es mejor, pero no necesariamente ello conduce a un producto perfectamente elaborado. El problema central es que no sabemos, o no queremos, hacer una adecuada gestión de tiempos.
¿Y la eventual inconstitucionalidad de la medida adoptada por el Congreso? Entramos a un escenario polémico. Algunos constitucionalistas señalan que el Tribunal Constitucional puede anular tal decisión. En primer lugar, siempre he sabido que el control constitucional se realiza tomando como parámetro la existencia de una jerarquía de normas: norma legal versus norma constitucional. Si la primera contradice o contraviene a la segunda, es inconstitucional. Pero si la comparación es norma constitucional versus norma constitucional, ¿de qué jerarquía normativa hablamos?
Quizá el fundamento podría ser que un proyecto de reforma constitucional debe respetar el Principio de Separación de Poderes, pero la verdad no estoy tan convencido de ello porque eso supondría crear, por encima de la norma constitucional, un nuevo rango supra constitucional donde quepan tales principios. Además, para el constitucionalismo contemporáneo varios de esos principios decimonónicos han quedado en desuso, tal como da cuenta la Ciencia Política, por ejemplo, con la teoría del Estado Nación. Que el alto Tribunal haya enjuiciado antes un proyecto de reforma constitucional por supuesto vicio de inconstitucionalidad no significa que no se pueda discrepar.
En cualquier caso, podría fundamentarse una inconstitucionalidad por la forma y no por el fondo. Ahora bien, ¿el Tribunal Constitucional puede anular la decisión del Congreso de haber incorporado en el dictamen el tema del antejuicio? Personalmente, creo que no, porque eso convertiría al Tribunal en un legislador negativo, algo que está proscrito por la teoría constitucional. Aceptar lo contrario, sería admitir que son los magistrados constitucionales los que tienen en su poder la decisión final respecto a qué reformas constitucionales son procedentes y cuáles no.
Si el tema pasa al terreno del Tribunal Constitucional, me temo que la sentencia final no pasará por anular la decisión congresal sino que estaremos ante una sentencia interpretativa o exhortativa. Bajo esta perspectiva, el Tribunal podrá exhortar al Parlamento para que adopte una nueva decisión siguiendo las formalidades que establezcan los considerandos de la resolución. Como bien sostuvo Karl Schmitt no siempre es bueno juridificar la política.
Finalmente, ¿cuál sería la solución al impase generado por el Congreso? Que en la actual legislatura se vote un nuevo dictamen, con los estudios y análisis previos necesarios, incorporando la reforma de todas las prerrogativas funcionales. La siguiente votación sería en la subsiguiente legislatura, cumpliendo de ese modo con el artículo 206 de la Constitución. Naturalmente, por una cuestión de seguridad jurídica, la reforma operaría para el 2026, salvo que se disponga su aplicación para julio de 2021.